De muchas cosas se está hablando en Rioja últimamente. Una de ellas, y que en parte podría ser solución a otras que nos ocupan y preocupan, es la clasificación de nuestros vinos en función del origen de las uvas. Todos conocemos y valoramos lo que durante la últimas décadas ha aportado a la comercialización de Rioja, la clasificación de sus vinos por el tiempo de permanencia en barrica y botella. Nada malo que decir y mucho que agradecer. Pero parece que hay un consenso respecto a que ya no es suficiente para satisfacer algunas demandas de los consumidores de nuestros vinos y, especialmente, para mostrar la diversidad de esta tierra. Y en ese punto es donde aparece la todavía incipiente clasificación de zonas, pueblos y viñedos singulares creada por la DOCa Rioja en 2017.
De forma paralela, la innegable hegemonía de la uva tempranillo en el último medio siglo, deja ahora paso, al menos en los discursos y esperemos que poco a poco en la superficie de nuestros viñedos, a un mayor enriquecimiento varietal y así otros cepages adquieren una merecida importancia en la explicación de nuestros vinos.
Estos cambios, que ponen el foco en el origen específico del viñedo y en un abanico mayor de variedades tradicionales, son especialmente relevantes en la Rioja Oriental, donde zonas de montaña como la Sierra de Yerga y variedades de ciclo largo como el Mazuelo, la Garnacha y el Graciano, perfectamente adaptadas al clima y suelo de la zona, están recobrando protagonismo. Estas cepas, aunque minoritarias hoy en día, fueron durante siglos mayoritarias y fundamentales para la identidad de Rioja en general y de Rioja Oriental en particular.
Esta nueva clasificación es, además, coherente con una sensibilidad creciente entre los consumidores de todo el mundo, que se hace visible también en los artículos que sobre Rioja escriben importantes prescriptores internacionales; frente a la homogeneización de una bebida ya muy generalizada, la especificidad de una copa de vino procedente de una parcela y lugar particular, con sus características propias, añade a la experiencia de consumo un valor especial; cada botella se convierte para quien la consume en única, distinta a cualquier otra. En una ocasión escuche al gran Alvaro Palacios decir con vehemencia algo así, “para que un aficionado al vino que vive en la quinta avenida de NY pague cientos, o incluso miles de dólares, por una botella de vino, tiene que haber algo que le garantice que ese vino se ha elaborado con uvas que proceden de un trozo de tierra tocado por la mano de Dios”. Nosotros hemos decidido dotarnos de una clasificación que, si la trabajamos bien, debería llegar a ser ese “algo”.
Por eso, el objetivo último de esta nueva herramienta debería ser encontrar una línea común cualitativa entre los viñedos de una zona que comparten historia, clima, suelos y variedades. Cuando todas esas realidades se alinean en un lugar, en un “terroir”, para crear grandes vinos, entonces el consumidor reconoce esa zona como algo especial y que merece ser valorado.
Este proceso, iniciado y sin vuelta atrás, requiere décadas de trabajo bien orientado para crear un conocimiento sólido y científico que perdure en el tiempo. No hay atajos posibles; cualquier intento de acelerar este proceso se percibirá como un simple ejercicio de marketing, algo que debe ser penalizado. La autenticidad y el compromiso con la calidad son los únicos caminos hacia un reconocimiento duradero y genuino.
En conclusión, la nueva clasificación de vinos en la DOCa Rioja, basada en el origen de las uvas, no solo es un paso adelante en la valorización de nuestra diversidad vitivinícola, sino también una respuesta a la demanda de consumidores y expertos que buscan autenticidad y especificidad en cada botella. Este camino, aunque largo, es el que llevará a Rioja a entenderse como una “zona de zonas”, donde cada rincón aportará su propio prestigio a la casa común, la DOCa Rioja.